Mientras iba quemando, rozando, maltratando, mutilando mis nudillos contra las paredes de la calle Alvear entendí que es mi corazón el que no deja que mi estómago se alimente.
Afirmación que ya intuía, pero no sentía. Fue necesario escuchar el estruendo en mi estómago para percatarme de esta situación.
Esta caja con válvulas, cansada de ser herida se come todo lo que entra por mi cuerpo. Nada, pero nada, llega a mi estómago.
Como siempre, existe una puja grande con mi cerebro. Pero siempre termina ganando el señor que late y late. Siempre.
Pobre, se conforma con tan poco... vive mendigando cariño. Se siente como un perro de la calle acariciado después de noches enteras de soledad.
De vez en cuando se siente pleno. Solo le pasa con ella, pero el tonto, desgraciado, abandonado y malherido se come sus deseos e imagina una vida a su lado. ¡Tonto, tonto! le grita mi cerebro. ¡¡Date cuenta que el amor no existe!!
A él muy poco le importa lo que le diga la masa encefálica. El cree en el amor y por eso se come todo lo que entra a mi estómago. Noches de amargura y desamor, noches de encuentros y desencuentros. Días y noches.
Y yo, pedazo de carne, porque no soy ni mi cerebro, ni mi corazón, ni mi estómago. Lloro noches enteras viéndome desaparecer. Tocando mis huesos, llorando del dolor que me produce el roce de la ropa holgada, los choques contra las paredes frías, las sillas de madera, el pasto del parque, los novios, los enamorados, los no tanto, los chicos, las chicas, el día, la noche, la lluvia y el viejito que me acunaba de niña que ya no existe.
1 comentario:
Sólo escribes lo que sale, y salió media alma pegada a las palabras, que destilan miradas más alla de ojos nublados por la realidad...
Lindo para leerse en esta siestita de domingo.
¡Saludos Micaela!
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